13 febrero 2012

Debates/La vida intelectual como estructura moral/Por Horacio González



La vida intelectual como estructura moral


Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)


A partir de un interesante trabajo de Jorge Orovitz Sanmartino, El Kirchnerismo y el Quiasmo, Horacio González realiza algunas puntualizaciones, agregados y críticas. Bienvenido el debate.


He leído un más que interesante trabajo de Jorge Orovitz Sanmartino, El Kirchnerismo y el Quiasmo, sobre el cual quisiera hacer algunas puntualizaciones, agregados y críticas. Evidentemente, no se puede extraer toda la vida política de la función o la práctica intelectual. Las fronteras más extremas a las que se ha llegado en cuanto a recubrir lo político con lo intelectual es la obra de Gramsci, el que de alguna manera toma la cuestión intelectual como un equivalente completo de todo vínculo social. Todo pensamiento, para el filólogo Gramsci –y es que la filología creo que es su modo general de interpretar las visiones del mundo- es un encadenamiento de metáforas que acaban teniendo un aspecto pragmático, pues se convierten en motivos de acción. Por ejemplo, en cuanto a las consideraciones sorbe la guerra, la metáfora de la “guerra de posiciones” encierra una definición completa de una forma social, una trama de vínculos productivos, el sistema industrial en su totalidad, etc. Toda metáfora, en Gramsci, es una forma de acción, por lo que la vida política emana, por así decirlo, de ciertos recodos del lenguaje, que tienen un peso ontológico, además de ser el ámbito en que se expresan las luchas sociales. Al ser luchas entre ideologías colectivas cuya armazón es la historia misma de las palabras, las clases sociales hay que buscarlas en el “interior” de los usos de la literatura social, el periodismo, las adivinanzas, las creencias sobre el azar o la religión, en fin, todas las vicisitudes que se agrupan en el “sentido común”, que es, como diríamos hoy, lo que “está en disputa”.

A muchos nos sirvió esta concepción de la sociedad como “reforma moral e intelectual” –que Grasmci toma de Durkheim, que a su vez la toma de Renan, sin contar la decisiva influencia de Sorel en la cuestión del mito, que también significa un acto de agrupamiento de voluntades a través de imágenes verbales, pictóricas y escritas –nos sirvió, digo, para convivir con cierta (in)comodidad en los pliegues internos del peronismo, cuya urdimbre textual estaba hecha de aforismos de la vida práctica, de una esfera sentimental colectiva que narraba hechos excepcionales de un evangelio laico y de un conjunto de metáforas militares –la principal de las cuales era la de la “conducción”-, que armaban una escena lingüística que aún perdura, aunque desprovista del aura de los tiempos fundadores.

Son conocidas las dificultades que tuvieron los intelectuales con idiomática propia –los Scalabrini, los Jauretche-, para cohabitar con una doctrina que por un lado parecía cerrada y tenía un operador único- Perón- y por otro lado, mantenía tal maleabilidad que podían ser usados sus más contradictorios fragmentos para la ocasión que cupiera. Las cuestiones referidas al desentendimiento de Perón con ambos escritores –aunque no solo con ellos- tenían muchos motivos fundados en decisiones efectivas, como la cuestión petrolífera en Scalabrini, la cuestión de la operación nominativamente abusiva del nombre de Perón sobre el paisaje, en Jauretche.

Pero en esencia, se trataba de un problema que perdura: la esfera política popular ya pertenecía al fuerte arraigo que había hecho en ella la comunicación masiva, con sus estilos globalizantes, sus iconografías morales, sus estructuras sentimentales, sus leyendas sobre “ascensos y caídas”, sus liturgias que poseían un denso poder metonímico en paralelo a las devociones cristianas, genéricamente consideradas, y a ciertos cultos marginales con el que el peronismo no rechazó entrar en contacto. (Se pueden encontrar en el primer Perón, lector pedagógico de autores pre-cristianos y de textos militares que hablan del “destino” del conductor y aún de descifrar un “cuadro de situación” por el vuelo de las aves, cosas que se encuentran en célebres manuales que ya no se leen, pero que Perón cita, como la Ciropedia, de Jenofonte. Nada más diferente al modo en que Gramsci entendía el mundo antiguo -la apología de Maquiavelo y su “Príncipe”-, pues los hacía pasar por la idea de praxis de Aristóteles y Marx.

Pienso desde hace mucho que no es conveniente hablar de “los intelectuales”, pues esa terminología suele ser una concesión de los jefes políticos, los medios de comunicación e incluso las universidades, que reservan un papel estetizante a personas con formación académica, artística o poética, que según parecería “sirven para ayudar a pensar” (concepto de la televisión) sin que se conviertan en otra cosa que en el ornamento literario de decisiones ya tomadas. Y todo en medio de una época notoriamente “antiintelectual”. En cambio, veo que hay “núcleos de problemas intelectuales”, que pertenecen a un cuerpo de debates permanentes cuya identificación en mayor o menor grado, nos convierte en “intelectuales”. La decadencia del intelectual “humanístico” tiene que ver con esto, pues si la época parecía propicia para crear un horizonte más elevando para tratar cuestiones de la técnica y la pregunta por la crítica, lo que hubiera sido el ámbito natural para producir esta conjugación de lenguas, el giro de la globalización ha tornado todo eso en su contrario. En las redes sociales, desde su propio nombre se produce una sustitución del viejo lenguaje de la “ciencia social”, convertido en metáforas de acción, sin pasar por las prevenciones que tal mutación civilizatoria reclamaba. Por eso, el “intelectual de las redes” puede reclamar que ya no precisa de los viejos textos “gramscianos” – lo pongo como ejemplo, ya que hablé de él-, porque lo escrito por nuestro querido sardo pertenecía a un mundo cultural casi petrarquiano, en que ni siquiera se tomaba nota de los problemas comunicacionales de la radio –que ya existía-, aunque tuviera Gramsci la conocida lucidez para tratar las cuestiones de la lengua periodística. Gramsci llega hasta Pirandello; sus temas son los de la teoría política del siglo XVI, el teatro laico, la traducción de los lenguajes sociales heterogéneos a través de las metáforas y el papel del libro como instrumento o acto dramático creador de vínculos sociales.

Lo que quisimos hacer en Carta Abierta -y ésta es una opinión mía, tan solamente personal- fue crear un registro novedoso, una esfera autónoma de lenguaje que a la vez llamara la atención de la aparición de un ciclo nuevo en la política argentina, en el cual veíamos la misma y crucial cuestión de la traducción de lenguajes en síntesis de nuevo tipo. Las nuevas relaciones sociales se constituían a través de diversos legados, fáciles de desentrañar en lo político –las vertientes de izquierda y las nacional / populares-, pero no tan fáciles de traducir en el plano que podríamos llamar epistemológico. Por ejemplo, la cuestión de la razón tecnológica, la corte de conceptos desarrollistas que desde hace un tiempo impregnó rápidamente todo el espacio político nacional y el lugar en que quedaban las filosofías remanentes por las que todos habíamos atravesado, referidas a la crisis de la razón tecnológica, la crítica a las industrias culturales y la indagación más profunda en el cuerpo escindido de las ciencias (donde no podía ser que se siguiera manteniendo el criterio de “ciencias duras” y “ciencias blandas”, que pertenecen a una definición sobre distribución de recursos y no sobre las diferencias internas en un cuerpo de conocimientos en última instancia inescindibles). Por otro lado, se quería efectivamente tratar un problema ligado a la relación política y lenguaje, del cual todos somos testigos: casi están por desaparecer los textos políticos públicos, la construcción de grandes imágenes sigue su curso dando a veces grandes resultados, pero no siempre una isla de edición y formas atrevidas de montaje que ya no son las de la época de Eisenstein, pueden reemplazar a gramáticas complejas que son herencia del lenguaje escrito y oral articulado. Una renovación política en un país, incluye indudablemente una observación crítica sobre el papel de la lengua –cotidiana, escrita, oral, literaria, poética-, y en todos los demás niveles antropológicos en los cuales la usamos.

Esto no está ocurriendo. Por eso, Orovitz Sanmartino, que según me entero es representante comunal de Proyecto Sur, nos brinda un buen anzuelo en torno a la cuestión intelectual (en su faz terminológica o lingüística) al emplear el concepto de quiasmo, lo que realmente no es frecuente. Si tengo que hablar de manera a recordar los tramos de un propio itinerario de lecturas, siempre me gustó ese concepto, pero no era para decirlo en público. Se trataba de un secreto que heredábamos de las lecturas de Merleau-Ponty, sobre todo de sus últimos trabajos, como Lo visible y lo invisible, y según recuerdo, el término –tomado de la óptica y la medicina- aparecía como un intento de definir la existencia que permitiese pensar el cuerpo y el lenguaje al mismo tiempo, sin superar sus realidades pero sin aceptar esas dicotomías: haciéndolas, por tanto, un juego de fuerzas entrecruzadas que llevaba a pensar el ser. No me parece ahora que esta sea una cuestión independiente de la política, y revisando las obras sobre la cuestión de la guerra, la dialéctica y el terror en Merleau-Ponty, el quiasmo está en su escritura y se resuelve mencionando la tradición humanística y su frontera de peligro, allí donde se pone en tensión permanente a través de la creación de los poderes mundiales basados en “la razón instrumental”.

Acepto, por qué no, que tanto la actual situación de Carta Abierta como las relaciones que se establecen con otros grupos intelectuales están en estado de quiasmo, pero no en estado de oxímoron, otra figura central de la retórica, mucho menos interesante, y que un vasto público porteño de medio pelo utiliza a cada rato para imputarle a alguien que carga una contradicción irresoluble en sus espaldas. “Peronismo de izquierda”, por ejemplo. Ese es un mal uso de este concepto menor, o por lo menos, gastado en las charlas bien humoradas que todos tenemos alrededor de los clichés que se pegan a nuestra vida.

El problema no es el supuesto “peronismo de izquierda”, que es en verdad un acertijo que al haber ocupado la vida de miles y miles de personas merece un análisis respetuoso, sino si ha llegado en la Argentina, el momento de superar esas encrucijadas que se muestran tan atenazadoras de nuestro lenguaje. Bien quisiéramos que no haya quiasmos, oximorones y otras delicatessen de las retóricas más venerables, y que solo imperase una dialéctica triunfal, capaz de identificar contradicciones y proponerles el terreno seguro de su superación. Solo desde una concepción dialéctica penetrante puede juzgarse el fallo en el que incurrirían un conjunto de personas al haber confiado el cuadro de situación actual, en cuyo centro está el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Leamos lo que dice Orovitz Sanmartino al describir la situación de Carta Abierta: “Pero aquellas esperanzas de lanzar hacia adelante el tiempo histórico, de superar el pejotismo, pronto chocaron con las rocas submarinas de una realidad persistente y dolorosa, de un país rico con enormes desigualdades, un pacto reforzado con los gobernadores, un sistema fiscal regresivo, una inserción económica dependiente y un incipiente distanciamiento con el mundo laboral. Los márgenes para sostenerse en el gobierno se habían, paradójicamente, estrechado justo en el momento en que mayor poder político concentró la administración. La segunda presidencia de Cristina había nacido corrida al centro y las esperanzas de lanzar hacia el futuro el movimiento, ahora eran reducidas a una disputa más discreta, modesta, la de evitar que no desfallezcan”.

Creo que es una buena descripción, apenas le cambiaría uno u otro término, pero tiene una dificultad de fondo que es la de toda la vida política argentina, por lo menos, en la zona de las izquierdas. Me refiero al peso que tiene el “ya lo sabía”, que es una consigna muy profunda del conocimiento. Sartre ya la condenaba en sus Cuestiones de Método. Por ejemplo, podemos señalar esa deficiencia del artículo de Jorge Altamira sobre este mismo tema, al cual no me voy a referir para no hacer demasiado extenso este escrito, y que peca de algo que sin dejar de ser atractivo, inhibe la reflexión sobre el flujo real de la historia. Es ese “ya lo sabía”. Son esas “rocas submarinas” de la buena metáfora de Orovitz Sanmantino. En su sistema, debo reconocerlo, el “ya lo sabía” tiene escasos efectos paralizantes. Y la prueba es su propio texto, lleno de matices y agudas reflexiones. Pero es indiscutible que hay una ontología del ya-saber. Noción lindante a la de destino –pues sería esa la figura final que debería mentarse, antes que la de quiasmo-, por la cual solo nos quedaría ahora hurtarnos de este trayecto mal prefigurado por los dioses y reconocer que todo aquello en lo que pusimos el cuerpo, las palabras, las marchas en la noche a Plaza de Mayo –en 2008- son hechos que se engarzan en la falsedad de un pasado.

Pero no: recuerdo una noche, con imágenes fantasmagóricas, el piso de polvo de ladrillo despedía un halo rojizo ante la iluminación de la televisión, y un Néstor Kirchner demudado, cayendo y subiendo encima de los hombros de quienes intentaban llevarlo en andas, y otra vez caía al suelo en medio de una turbamulta espectral. Es que me parece que aquello mismo, que fue nuestro quiasmo, no está convertido en una roca paralizante. Aunque lo primero que hago cuando leo una frase así, sin embargo, no es exorcizarla torpemente. La leo y pienso en ella, porque puede ser verdad, la verdad secreta de mi propia conciencia, ya incapacitada para comprender su entorno y comprenderse ella misma. Pero debo evitar también que me devore otra roca submarina, que es el propio concepto de “roca submarina” de Orovitz, que siempre supone el obstáculo que estaba allí, inerte.

En cambio, muchos nos dimos el beneficio de la ingenuidad, que es una manera de pensamiento de la que diría –ya que veo también que Orovitz pertenece tanto a EDI (economistas de izquierda) y a la Asociación Gramsciana-, que es casi, casi gramsciana. La veo en el modo en que Grasmci estudia las conversaciones, las frases sueltas, los partidos anacrónicos –“pensionistas de la historia”-, las configuraciones culturales de la Iglesia -¡lector concienzudo de Civiltà Católica!- y en que disfraza los nombres de las personas para tantear un cambio teórico que si pudiera hacerse, es porque escribe “ingenuamente” los nombres, los envuelve en pseudónimos literarios que son mudanzas en la forma misma del concepto. Así configura su pensamiento, desde su propio “sentido común”, el de un preso de la izquierda comunista que lee a contrapelo a Marx –invierte todo su sistema de la “sociedad civil”- y deja que sobrevuele un halo durkheimiano en su concepto de “orgánico”. Gramsci es el escritor del sobrevuelo que pedía Merleau-Ponty. Todo lo toma y todo deja pasar en su manera de escritura. Su socialismo está allí, en el trazo de sus reseñas expandidas sobre un vago cuaderno de anotaciones.

Pero no digo esto para florearme con los que apenas son memorias lectoras que ya he abandonado. ¿Por qué? Porque fui a esas plazas que mencioné de una manera diferente. No como había ido antes, en donde al mismo tiempo era profesor, leía a Wittgenstein y Adorno y hablaba con Casullo sobre Massimo Cacciari, el alcalde Venecia que había conseguido aunar una alta vocación filosófica con ciertas practicidades políticas. No, ahora iba como algo que no era más que una apuesta pascaliana, que no impedía ser profesor (pero me sacaba esencialmente de la universidad) ni político-militante (aunque trataba de recobrar todo lo que eso significaba en medio de un compromiso institucional que era necesario justificar no de una manera meramente funcionarial). Cuando leo la descripción que hace Orovitz de la conciencia posible de muchos que como yo optaron no por tropezar con rocas sumergidas sino por removerlas, no puedo molestarme para nada. Leamos: “No pocos integrantes [de carta abierta] comenzaron a preguntarse por el límite posible de su participación. La lucha contra la derecha, la “corpo”, la “opo” y demás fantasmas en un período donde el peligro destituyente había terminado, los dejó más expuesto que nunca al peligro opuesto, el de alistarse por complacencia, acomodándose a las ventajas del poder. Si eras cuestionable el apoyo político tout court al “proyecto” en 2008, la incomodidad se multiplicó con el enorme triunfo electoral de 2011. Así, para racionalizar esta deriva, en el imaginario grupal el peligro destituyente debía ser permanente, eterno, y aparecía incluso entre los aliados de ayer. Esa fue, cada vez más, la retórica esgrimida, aunque nunca rozó, como en el discurso de algunos “kirchneristas puros”, la monserga macartista contra toda crítica y todo cuestionamiento. Cuando se recibe los favores en tantos medios de comunicación es difícil, luego, desilusionarlos. Sus palabras no tuvieron el mismo valor bajo las balas del Indoamericano, la represión a los Qom y el asesinato de (los) Ferreyra que bajo los embates del ruralismo conservador. Cuando se necesitó la potencia política de palabras claras y filosas que pusieran en evidencia la deriva minera o el Nunca Más a leyes como la “anti-terrorista”, Carta Abierta sólo las susurró con timidez, gotas de protesta en el mar de los elogios. Su función era, primera y fundamentalmente, la defensa del gobierno contra los ataques destituyentes. La lógica de “no hacerle el juego a la derecha” se impuso por su propio peso”.

Si copio estas palabras es para hacer notar en primer lugar que las he leído, que no me son inverosímiles, aunque sí un poco injustas. Nadie está conforme donde está, y mucho menos sabiendo lo que sabemos todos: por ejemplo, tomo el tema no menor de lo que significa ir a la televisión. Por más que vayamos a decir lo que cada uno considere justo, la experiencia es de carácter expropiativo, sea en un lado o en otro. Allí siempre somos otros. Principal cuestión de una reflexión sobre la crisis de la razón contemporánea –ya que mencioné a Cacciari-, es hacer un balance profundo del legado cultural de siglos y el modo en que son o deben ser tratados por los medios de masa. ¿El futuro gobierno de Orovitz Sanmartino tendría otra solución para este tema que a todos nos abarca? ¿En la comuna 7 donde es concejal, según veo, se trataría de un modo diferente el empleo de la palabra pública, y en la toma de decisiones sobre problemas públicos, no anidarían allí las mismas rocas submarinas tan insondables para unos como para otros.

Orovitz es un analista que no me disgusta; como fenomenólogo (pues recuerda más eso que al gramscismo) describe bien las peripecias vivenciales de las conciencias. Así escribe la prosopopeya de Carta Abierta: “Es cierto que no fue la presidencia quien ordenó la represión en los casos de asesinatos políticos, pero ¿cómo modificaron esos acontecimientos la relación con los gobernadores como Insfrán, Soria o Barrionuevo? ¿Qué tipo de reacción tuvo la crisis del Indoamericano en relación a la vivienda, la toma de tierras y la judicialización de las ocupaciones? ¿Por qué motivo los proyectos de reforma fiscal, de reforma financiera, de reparto de ganancias lejos de avanzar han retrocedido? ¿En qué sentido puede denominarse “lo que falta” al resultado persistente de 8 años de política económica? Aunque la productividad discursiva puede ser altamente valorable pues construye a su vez materialidades, ella es parte, como régimen discursivo, de la globalidad de un modo y régimen de acumulación determinado”.

Bien: no puedo responder exactamente estas preguntas, pero hay un último concepto que me gustaría destacar. Es la cuestión de “lo que falta”. Si un grupo político se reuniese tan solo bajo ese eslogan trivial, no merecería que nos dediquemos a discutir nada. ¡Qué forma tan lineal de concebir la historia tendríamos! No, el enfoque de “lo que falta” es meramente complaciente, indicio de militancias muy seguras de su realismo o pragmatismo, según sea. Concibo la historia como una suma de amenazas e inminencias, como núcleos inesperados, escenas superpuestas y contradictorias que corrigen el pasado, anulan lo hecho, retoman un camino en un punto incierto del pasado y principalmente, que no se sienten cómodas en cualquier visión rectilínea del suceder social y político. El lenguaje de la “asignatura pendiente”, por lo menos yo, no lo empleo. Toda materia, toda clase –lo digo como viejo profesor- es una cosa nueva que aparece sin estar pendiente ni saberse que “faltaba”.

Por lo tanto, sigo pensando que este gobierno que parece haber optado por una lógica de “tiempo objetivo” (el neodesarrollismo), no lo hace sin contradicciones ni sorpresas. Claramente digo y me digo que en muchísimas ocasiones esperaba mucho más, que no quiere decir un “agregado superador” a lo que “ya hay”, porque eso es un conformismo parecido al que los que dicen: “ya lo sabía”. Aunque no deseo ni es necesario que sea así, quizás las cosas vayan en dirección a un horizonte irreversible donde las cuestiones ambientales, culturales y productivas se acerquen más a definiciones que son más propias de un Grobocopatel que de un gobierno que introdujo en su interior el drama nacional por excelencia: lo humano como valor universal y el igualitarismo como compromiso político. Digo drama nacional: porque todo esto se sitúa en medio de nuestras clases populares tal-cual-son, de los consumos masivos tal como los perfila el mercado de imágenes, de un tecnologismo a veces excluyente de los presupuestos culturales de los que surge lo tecnológico, una relativa indiferencia de la historia de los márgenes de la sociedad argentina (los pueblos preexistentes y sus dramas de la tierra, la explotación minera y sus consecuencias complejas, evaluadas con una desaconsejable rapidez). Veamos el episodio del dirigente sindical que habló en Olavarría en contra del ambientalismo, sin aclarar que su opinión era la de un político profesional. Mala jugada. Todo nos coloca en la brizna más frágil de las cosas. Al final de ese diálogo, en el que la Presidenta le confirió a esas palabras el valor de “palabra popular”, ella misma llamó a la discusión, relativizando de alguna manera los dichos anteriores. Sin embargo, no digo esto para agarrarme de la última hebra disponible, sino porque pienso que esta es la estructura de la situación: inestable, contradictoria, desesperante a veces. Es decir, un quiasmo. Lo que es sinónimo de una discusión, no de una pulseada vivaracha y repleta de chicanas, sino de un diferendo moral e intelectual en la historia del presente. ¿Estamos preparados para ello?

Ante eso, lo único que no podemos perder es la estructura moral de la vida intelectual, que también es de índole quiasmática. Está entrelazada con su contrario y a veces parece que no hay salida; y los que piensan que hay fácilmente una salida, desvalorizan el camino tomado por miles y miles de biografías políticas y sociales más complejas que serán, no me cabe duda, una base indispensable para pensar esta época y procurar los senderos de su realzamiento. No digo profundización, tareas pendientes ni nada. Apenas realzamiento, en lo cual, la crítica cultural y el pensamiento que se renueva haciendo ejercicios “en contra de sí”, quizás sea una nota que todos deberemos practicar. A Orovitz le gustan las figuras retóricas (a mí también). Cuando habla de los demás grupos intelectuales (¡ah! qué efímeros somos todos!) prosigue (y yo lo cito, para hacerle ver también que lo leo bajo la manera de incorporarlo a lo mismo que ahora estoy escribiendo) y dice:

Para servirme nuevamente de alguna figura de la retórica diría que creyendo superar el quiasmo kirchnerismo – anti-kirchnerismo, se sumerge en él (habla del escrito titulado Argumentos) como retruécano de Plataforma. El retruécano, como el quiasmo, imita el contenido simétrico y opuesto de los términos, pero además invierte las funciones sintácticas. Argumentos nos exige que pasemos de la renovada crítica del modelo a un nuevo modelo de la crítica, pero se agrupa y junta firmas no tanto por la defensa de un mensaje crítico hacia el gobierno, sino por la defensa del gobierno frente a los mensajes críticos. Pero lo fundamental aquí no son los juegos de palabras, ni siquiera la palabra como tal, sino el valor que adquieren dentro del proceso vivo. Que el Estado esté surcado por contradicciones o que la lucha de clases sea el fundamento de tal o cual institución o de tal o cual medida de gobierno, en definitiva, que los procesos sean contradictorios y complejos no sustituye la exigencia de una caracterización de conjunto del carácter del gobierno, que supere la sumatoria de medidas positivas y negativas. La carencia intelectual más relevante aquí es la falta de ella. En su documento se plantea la alternativa entre neodesarrollismo e igualitarismo, pero no se arriesga a definir cuál ha sido el curso del kirchnerismo en estos años. Igual que Carta Abierta, aspiran a zanjar el problema mediante la teoría de “lo que falta”, dando por supuesto que para llegar al paraíso sólo falta un trecho por un camino que se piensa adecuado”.

Ya ve compañero Orovitz como una serie de lazos van entretejiendo relaciones. Haber descubierto un quiasmo lo hace partícipe de él. Del lado, claro, de los que dicen querer superarlo. Perfecto: el quiasmo admite la solución dialéctica (que lo trivializa) sin que luego se prive de armar nuevos quiasmos. Es posible ver todos esos documentos como una marcha hacia una muy importante discusión común. Juntos y contrapuestos aportan un nuevo texto de naturaleza retórica, invisible, aun no escrito. Pero se ha demostrado que los textos valen porque siempre que se tropiezan con rocas submarinas –o sea, con la imprevista realidad- deben decir que están en condiciones de seguir hablando con aún mejores textos… con palimpsestos que nos convenzan de que escribir de política no es una comodidad de los analistas, sino un ejercicio moral e intelectual.

Si se quiere, una escena política contemporánea es una estructura que como tantos han dicho, nunca se completa. Por eso ni me afilio a los que están dispuestos a justificarlo todo porque hay una derecha que retoma todas estas situaciones críticas. Ni dejo de admitir que este flujo complejo de hechos que colectivamente se han protagonizado, no merecen, ni desde dentro ni desde afuera, ser considerados ya en términos de una clausura. Cuyo diagnóstico correría ahora por la cuenta de los que, ufanos, “ya lo sabían”. Todos somos hijos de nuestros propios arquetipos, pero no dejemos que ellos hablen por nosotros. De algún modo, siempre sabemos todo. Pero el conocimiento es la ingenuidad de los que no sabíamos.

*Sociólogo y ensayista. Director de la Biblioteca Nacional

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